El final del viaje
Estamos en el aeropuerto y yo ya te digo que si vamos a ver
el Prater, como un niño pequeño, sólo me falta ponerme de rodillas. Y tú, que
ya sabes por dónde van mis tiros, me tarareas como si fueras una cítara y me
llamas Anton Karas. Y te digo que no tengo cura pero que quiero irme al Prater.
Y vamos. Y la vemos. Es por la mañana y hay cuántos, miles. Tú me dices que por
la noche las luces y eso, y yo me quedo chafado porque hay miles. Esperamos a
la noche y Viena me parece más un nombre de mujer y a cuántos hombres has
olvidado. Y te digo que me llames por mi nombre, Joseph, Joseph Cotten. Y en la
lista tengo más cosas, como aquel cementerio, aunque no creo que exista una
Alida Valli que me evite como en ese camino, que tampoco creo que exista porque
vete tú a saber si no era una localización, pero tú puedes hacerme de Alida
Valli y de hecho te lo pido. Lo que nos cuesta un poco más es hacernos entender
y que nos entiendan que dónde demonios está el camino de Alida Valli. Damos con
ello. Porque preguntas como cuando tú te pones y haces como que sacas la pantorrilla estilo Claudette
Colbert, y a mí se me queda la cara que se le queda a Clark Gable, you know, darling.
Y damos con ello. Y nos pegamos toda la mañana del día siguiente tú viniendo
desde allá y yo dejando la cámara (trípode) grabando. Y me pongo ahí con una
bicicleta (dónde dar con un carromato) alquilada en aquella strasse
donde está nuestro hostal, que no es la pensión de Joseph Cotten pero
hacemos que es. Y entonces yo me pongo a encender un cigarrillo y tú vienes y
me pasas y me ignoras y me evitas (y esto da para una de Chavela Vargas) y lo
repetimos tantas veces que hasta me dices que intercambiemos los papeles y con
tantas variantes que en mitad de una de ellas no me evitas sino que me miras
antes y entonces sí que me evitas, y en otra te paras y me das un beso, o te
tragas el humo de lo que estoy fumando, y en otra yo me paro y tú de repente te
subes a la bici, y en otra te paras, me evitas primero y luego te paras delante
de la cámara y parece un arte y ensayo de los gordos porque te quedas quieta
mirando al espectador algo así como siete minutos. Es menos, pero la impresión del
tempo cinematográfico diría que son siete. Y no sé cuántas veces más lo
hacemos. Hasta que alguien dice basta.
Por la noche vemos el video. Cenamos una pizza vienesa. Tarareas
como una cítara. Miro la lista. Y tacho: hacer por tiempos que somos Harry
Lime.
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