jueves, 24 de enero de 2013

Alice ya no vive aquí


Ilustración de Alicia en el país de las maravillas


Y entonces Alice se dijo “bueno, ya” y se despojó de aquel pelo rubio (que odiaba) y le dijo a Lewis Carroll que se perdiera él por una vez y que le vendiera el espejo a otro cuento. Que le tirara los tejos a la reina de corazones (y el gato apareció y mostró los dientes) y se fue. Y ya. Yo me voy, dijo Alice, a hacer de musa a otra parte. Y qué vas a hacer tú, mi niña, le dijo el gato chesire, y Alice dijo que conocer gente. Gente, recalcó, que ya era hora, y miró por última vez y de aquella manera a Lewis Carroll. Y Alice conoció gente. Lo más, tíos de una noche. De diferentes países, porque a Alice le ponía el trajín de los aeropuertos. Hasta pensó en hablarle a Monique, su perseverante agente francesa, de que para la próxima buscase historias de trenes o algo. Como se dieron el teléfono, alguna vez llamaba al gato y ella le contaba todo. Se caían bien. Y en una de esas ocasiones en que Alice giraba el globo terráqueo y lo detenía al azar con el dedo, le tocó (no se veía bien; el lugar era chiquitito y, esto poca gente lo sabe, Alice necesitaba gafas de cerca) un país del que no había oído hablar en la vida. Así pues, rellenó las maletas con ropa que casaban con aquel clima y se dijo de nuevo adiós.

Llegó, conoció a tíos de una noche hasta que una llamada de Monique le despertó a las tres de la tarde de un lunes. Le había llegado la oferta de un musical. ¿Un musical?, dijo Alice con la voz más carrasposa que se había oído nunca. Sí, para el cine. Pero es más que todo eso, lo mejor es que nos veamos. Así pues, una vez que Monique supo el lugar donde Alice se hospedaba y en cuestión de un avión y un día, las dos se encontraron frente a frente. Se trata de una película animada y musicalizada. Alice recela. El cine… siempre había rechazado todas las ofertas, hasta el punto de que las versiones realizadas con anterioridad no habían contado con su consentimiento y las consideraba apócrifas. Siempre Lewis Carroll de por medio, claro. Pero como esta vez anda escasa de dinero y  lo necesita, se calla, abdica y antes de lo que se imagina se encuentra en un set de rodaje.

Los estudios se llaman Disney y la sorpresa, le dice Monique, es que no tendrá que hacer mucho en esta ocasión. Sólo tendrá que asistir y ya. Hacer acto de presencia. Su papel aquí se limita al de asesora (technical advisory, lo disfraza Monique) y nada tendrá que hacer salvo dar su visto bueno para cuanto le requieran. Si tal o cual cosa le parecen adecuadas para la película. Alice dice que sí y comienza a rodarse lo que aquello sea. Otra de las sorpresas, esta vez más que agradable, ha sido la de encontrarse de nuevo con el gato chesire, el cual con el paso de los años no ha perdido ni un ápice de encanto ni de sonrisa. El resto del elenco le resulta desconocido, aunque le hace gracia ver en esos papeles a gente sin apenas talento. Su talento, por supuesto. Ya no me llamas, le dice el gato, aun con sonrisa, y ella le dice que las cosas no son como eran. Fumo con filtro, le confiesa Alice. Uno de esos días aparece por el set Lewis Carroll. Cuando Alice lo ve le saluda fríamente, descartando toda afectación. Esa misma tarde conoce al judío Sammy Fain, un tipo con camisa y tirantes y autor de la música de la película. Enseguida congenian y lejos de ser un tío de una noche, el judío Sammy Fain, a pesar de ser algo mayor para ella, se convierte en alguien especial. Se ven a menudo y, gracias al judío Sammy Fain, Alice conoce a gente como Cole Porter y Richard Rodgers. Por sobre todas las cosas le insiste a Cole Porter, pero se da cuenta de inmediato de que a Cole Porter no le hace tilín (…). Conoce a Miles Davis, a John Coltrane, a Lester Young. Pregunta quién es ésa. Ésa es Billie Holiday, le dice el judío Sammy Fain. Pero esa noche Billie Holiday está tan solicitada que no le puede hablar. Y se queda con las ganas (y Alice no se cansará de mirarla). Se mueve en el mundillo (es lo más parecido que ha conocido a eso de cambiarle la vida a alguien) hasta que el judío Sammy Fain es requerido para un encargo. Broadway, no sé si has oído hablar de él. Alice se lo apunta pero nuevamente recela del ambiente artístico desconocido o por conocer. Acaban la película y no sabe nada más de nadie relacionado con la adaptación cinematográfica hasta que Monique le avisa del inminente estreno. Tampoco tiene nada que hacer así que se presenta de incógnito la noche de gala vestida de Gucci. Soporta agasajos y alguna que otra mirada de ésas (ya-no-soy-u-na-ni-ña, se dice para si). Se sale a mitad de proyección. Y a partir de ahí se acaba la Alice tal como se había conocido. Nadie va a saber más de ella. Se lleva sus discos de jazz y zas. Desaparece. 

Hasta se cambia de teléfono. Su intención es también cambiarse de nombre, conocer gigolos. Una publicación alemana, con los años, se dedica a rememorar viejas glorias. En el artículo Alice se llama de varias formas, se especula con su ambigüedad sexual y se apuntan posibles paraderos. Alguien la vio, escriben, comprando en un centro comercial. Alice apoya la revista en la espalda de Marcos (mulato caribeño con cara de gato) y dice aquello de que me moriré sin escuchar una sola verdad de mi vida. Piensa que le ha quedado una frase demasiado lapidaria (o lo que es lo mismo, Alice se ha sentido vieja) y le pide a Marcos que le dé otro masaje. Lo siguiente que dicen es que ha sido la inspiración de una canción de un tal Tom Waits (aquí Alice se interesa y no ceja hasta que consigue el número de teléfono del autor).

viernes, 11 de enero de 2013

Vienna


El final del viaje

Estamos en el aeropuerto y yo ya te digo que si vamos a ver el Prater, como un niño pequeño, sólo me falta ponerme de rodillas. Y tú, que ya sabes por dónde van mis tiros, me tarareas como si fueras una cítara y me llamas Anton Karas. Y te digo que no tengo cura pero que quiero irme al Prater. Y vamos. Y la vemos. Es por la mañana y hay cuántos, miles. Tú me dices que por la noche las luces y eso, y yo me quedo chafado porque hay miles. Esperamos a la noche y Viena me parece más un nombre de mujer y a cuántos hombres has olvidado. Y te digo que me llames por mi nombre, Joseph, Joseph Cotten. Y en la lista tengo más cosas, como aquel cementerio, aunque no creo que exista una Alida Valli que me evite como en ese camino, que tampoco creo que exista porque vete tú a saber si no era una localización, pero tú puedes hacerme de Alida Valli y de hecho te lo pido. Lo que nos cuesta un poco más es hacernos entender y que nos entiendan que dónde demonios está el camino de Alida Valli. Damos con ello. Porque preguntas como cuando tú te pones y haces como que sacas la pantorrilla estilo Claudette Colbert, y a mí se me queda la cara que se le queda a Clark Gable, you know, darling. Y damos con ello. Y nos pegamos toda la mañana del día siguiente tú viniendo desde allá y yo dejando la cámara (trípode) grabando. Y me pongo ahí con una bicicleta (dónde dar con un carromato) alquilada en aquella strasse donde está nuestro hostal, que no es la pensión de Joseph Cotten pero hacemos que es. Y entonces yo me pongo a encender un cigarrillo y tú vienes y me pasas y me ignoras y me evitas (y esto da para una de Chavela Vargas) y lo repetimos tantas veces que hasta me dices que intercambiemos los papeles y con tantas variantes que en mitad de una de ellas no me evitas sino que me miras antes y entonces sí que me evitas, y en otra te paras y me das un beso, o te tragas el humo de lo que estoy fumando, y en otra yo me paro y tú de repente te subes a la bici, y en otra te paras, me evitas primero y luego te paras delante de la cámara y parece un arte y ensayo de los gordos porque te quedas quieta mirando al espectador algo así como siete minutos. Es menos, pero la impresión del tempo cinematográfico diría que son siete. Y no sé cuántas veces más lo hacemos. Hasta que alguien dice basta.

Por la noche vemos el video. Cenamos una pizza vienesa. Tarareas como una cítara. Miro la lista. Y tacho: hacer por tiempos que somos Harry Lime.