
Poster de la película El árbol de la vida, ganadora en Cannes, Terrence Malick.
Si hay algo parecido en el mundo a Víctor Erice, tenemos que marcharnos de España. No por nada, sino porque en algún lugar desértico, del cielo o de color rojo, encontraremos al susodicho. Parecidos razonables, formal, estética y visualmente. Bello cinema. Terrence Malick tiene como Erice poca prensa, poco cine y muchos, bastantes quilates. Igual me emocionan las arenas, el polvo del que se nutre Martin Sheen en aquellas malas tierras, como el miedo metido en el cuerpo de los soldados marines norteamericanos, George Clooney o Sean Penn. Igual me produce emoción una colmena en las manos de un protegido apicultor, el renacentista Fernán Gómez. Igual el baile de padre e hija allá abajo, en el Sur. Igual el boceto-bosquejo-búsqueda de lo imposible (así es la perfección) del pincel puñetero y mágico de ese sol del membrillo que busca y ¿encuentra? la mirada de Antonio López.
Terrence Malick ha ganado en Cannes (otra cosa no, pero seguro que deslumbrándoles los ojos a todos) con su película El árbol de la vida. Tengo tantas ganas de quedarme ciego como de que no se estrene pronto la película. No puedo esperar seis meses más para compensar la barbaridad que me rodea, que nos rodea, este bello mundo, bella vida. También quiero ver Melancolía, para decirle a Lars Von Trier que deje de decir tantas tonterías, porque su cine no necesita del provocar. También quiero que Víctor Erice vuelva y nos pegue la bofetada de siempre, que Malick imite a tito Woody y nos ciegue cada año. Que no se mueran sin antes haber encontrado el camino de la felicidad eterna, que sigan en la búsqueda del medicamento cinematográfico ideal. Que nos inoculen una centésima parte de lo que circule por sus cabezas.
Al menos yo lo necesito.