lunes, 25 de julio de 2011

Paraísos perdidos

Detroit, Paradise Valley, foto de Marion Palfi

Paradise Valley. Ni puta idea. Mi fuente de inspiración me pone en un brete. Detroit. Me informo. Vale. Ya me vale. Si Nueva York tuvo su Cotton Club, su Harlem su calle 52, Detroit, por aquellos años, tuvo su paraíso particular de jazz. De cultura. De bonanza. Bonanza negra, jazz negro, cultura negra. El verdadero paraíso de los negros en América estaba en Detroit. Estuvo. Ya no está. Murió. El sucio dinero, que no negro, asesinó el epicentro del ser negro en USA. Hablamos de los años en que Detroit se codeaba en importancia con NY, con LA. Con su vecina Chicago. Detroit molaba. Y lo que más era Paradise Valley, un barrio, una zona, una manera de entender la vida en negro, porque todos los habitantes de Paradise Valley eran negros. Negros como Joe Louis, el primer campeón mundial negro de boxeo. Negros como Ella, como Duke, como Dizzy, como Louis, cómo no. O como Sarah Vaughan. Si eras negro, tenías que irte allí. Todos ellos actuaron en más de una noche por los clubes de Paradise Valley. La verdadera joven América negra. Una América negra pero que también dejaba entrar en sus locales al bueno de Benny Goodman. La América de Martin Luther. La América de esta gente.

Paradise Valley, por algo pocos conocen de su existencia. No sé si porque era algo negro o porque jodía a alguno que una ciudad que surgió de la nada como Detroit amenazara con desplazar a esas otras metrópolis, pero a Detroit había que romperle el corazón. Y ese corazón pasaba justo por en medio de Paradise Valley. Así que en lugar de un corazón allí había que construir una gran arteria en forma de autopista, que mató de esa forma a una de las páginas más brillantes de la historia negra americana. Malcolm X, quien en los años 40 vivió un tiempo por Detroit, protagoniza un alegre comienzo en la película que Spike Lee dirigiera en 1992. En esos inicios de la vida de Malcolm antes de ser X, se pasea jubiloso por las calles del mejor jazz de Nueva York. Aquellos años. Eran las calles de Nueva York pero bien sabe Spike lee, que sabrá más que yo de esta intrahistoria del mundo afroamericano, que podría haber trasladado el set de rodaje a las imaginarias calles de Detroit, a ese Paradise Valley que de las cenizas hubiera recobrado vida gracias a la fábrica de sueños que suele ser a veces el cine.

Poco queda de Paradise Valley. ¿Qué nos queda, aparte del recuerdo de los testimonios de los que vivieron en el paraíso? Nos queda lo negro del recuerdo. Nos queda, aunque nos cueste, imaginar y soñar. Habrá que decírselo a Spike.

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